Fantasma del baño

Un descanso

Aunque queramos negarlo, somos animales. Sangramos, sudamos, y también cagamos. A veces estas cosas pasan en un lugar inconveniente, como en el trabajo. Una vez, mientras completaba mis actividades del día, sentí esa sensación en el estómago que solo puede significar una cosa. Renuentemente me dirigí al baño de la oficina. No es que sea un baño especialmente desagradable, en realidad es cómodo y siempre está muy limpio, pero se siente demasiado público como para estar a gusto mientras dejo que salga de mi cuerpo lo que tenga que salir. Cuando llegué, vi que estaba desocupado y entré.

Después de cerrar la puerta detrás de mí y encender la luz, vi que había una persona sentada ahí. Grité del susto y de la pena, y quise voltearme rápido para salir, pero antes de que pudiera hacerlo, se paró y me dijo:

—Cállate, vas a llamar la atención.

Por unos segundos no pude moverme, ni hablar, y tampoco respirar. Conozco a todas las personas de la oficina, pero a él nunca lo había visto. Iba de traje, a pesar de que aquí todos vestimos casual, y estaba muy bien peinado.

—¿Quién eres? —le pregunté.

—Soy el fantasma del baño —contestó con una sonrisa.

—¿Perdona?

—Así como lo escuchas. Soy un fantasma, y estoy en el baño.

Siguió mirándome con una sonrisa, tranquilo. Entonces noté que podía ver el inodoro a través de sus piernas, y el dispensador de papel a través del saco de su traje.

—No tienes por qué tener miedo —me dijo—. No te voy a hacer daño, te lo prometo. Solo quiero hablar contigo.

Quedamos ahí parados en silencio. No sabía qué hacer, no podía moverme. Seguía con la mano en la manija de la puerta pero, a pesar del miedo y la confusión, no lograba huir.

—Mira —continuó— yo alguna vez fui un ejecutivo importante en esta empresa, hace como cuarenta años. Pero luego me morí. Aquí, en este baño.

—¿En serio? ¿Aquí? —dije muy apenas conteniendo una risa.

—Fue una semana muy estresante con varios proyectos importantes que teníamos que entregar. Estuve durmiendo en la oficina varios días para poder terminar todo lo que había que hacer. Llegó un punto en el que tuve que venir al baño y me dio un ataque al corazón aquí sentado en la taza.

—Ah.

—Y pues nada, ahora estoy aquí atorado. No puedo salir de este baño.

—¿Qué pasa si tratas de cruzar la puerta?

—Cuando cruzo la puerta, estoy en el baño otra vez.

—¿Y llevas aquí cuarenta años?

—Sip. Cuarenta años en este baño.

—¿Y qué has hecho en todo ese tiempo?

—Pues no mucho, la verdad. Ver a las personas que entran y salen de aquí. Cuando no hay nadie, asomarme por esa ventanita de allá arriba…

De pronto recordé todas las veces que había estado en este baño haciendo mis necesidades a lo largo de los seis años que llevo en esta empresa. ¿Me había estado viendo todo este tiempo? Sentí un escalofrío.

—A veces —continuó— me pongo a ver lo que están haciendo las personas en sus celulares. Es muy entretenido. Tal vez deberías hacer eso.

—¿Qué cosa?

—Entretenerte en el baño. Ya sabes, tomarte un descanso. Si las cosas se están poniendo pesadas en el trabajo, te escapas un rato y platicas aquí conmigo. Me vendría bien tener un amigo.

—Espera, ¿me estás pidiendo que venga a este baño a platicar contigo, a hacerte compañía?

—¿Por favor? —dijo encogiendo los hombros y con la sonrisa de alguien que no sabe si está a punto de recibir una cachetada—. Por fin descubrí cómo hacer que me puedan ver, y tú te ves buena gente. ¿Sabes lo que es estar encerrado en un baño por cuarenta años?

Hubo un pequeño silencio.

—Piénsalo —me dijo con un tono más serio—. Así yo obtengo un amigo, y a cambio tú tienes un rato para distraerte de lo que sea que estés haciendo.

Esta era la alucinación más extraña que podría haber tenido. Estaba tan confundido que al final sólo abrí la puerta y salí del baño. Ya ni hice lo que necesitaba ahí adentro. Mejor terminé el trabajo que tenía en mi escritorio y esperé para ir en mi casa.

Una semana después, me dieron ganas de orinar mientras trabajaba. Todavía recordaba eso que de seguro había sido solo un sueño. Pero de nuevo, cuando cerré la puerta y encendí la luz…

—¡Viniste!

Brinqué del susto y choqué contra la puerta.

—Ya ni te dije mi nombre la vez pasada. Qué grosero —dijo, y se rió un poco—. Me llamo Jorge. ¿Cómo te llamas tú?

—Esteban —contesté, con el cuerpo embarrado en la puerta y mi mano en la manija.

—Pues mucho gusto, Esteban. Pasa, pasa. —Estiró su brazo traslúcido y lo movió en señal de bienvenida.

Todavía sentía en mi hombro el golpe de la puerta. Entonces no podía ser un sueño, ¿o sí? Quería confiar en mis sentidos, pero la única información que me estaban dando parecía imposible. Di unos pasos para acercarme al inodoro, sin dejar de ver a Jorge. Él solo me observó con una sonrisa, y parecía genuinamente emocionado por el hecho de que yo estuviera ahí.

—Entonces —dijo recargándose en la pared— cuéntame todo. Llevaré cuarenta años encerrado adentro de estas oficinas, pero realmente no sé nada de qué ha pasado y qué ha cambiado en la empresa. ¿Te caen bien tus compañeros? ¿Ha habido algún escándalo? En mis tiempos siempre estaba pasando algo.

Últimamente habían pasado varias cosas y había buen chisme, así que no pude evitar platicar. Le conté la vez que Patricia tiró una taza de café encima de su computadora… por tercera vez en el año, y que había sido todo un lío porque obviamente ya no querían darle una nueva. También le conté el desmadre que se armó después de que todos se enteraron de que Juan y Marcela habían hecho sus cochinadas en la oficina del jefe, pero que a pesar de todo ambos siguen trabajando aquí y siguen siendo pareja. Resultó que algunos de los directivos habían sido practicantes cuando Jorge estuvo trabajando aquí, así que estuvo buena la plática.

Sin darme cuenta ya había pasado media hora en el baño, así que salí disparado a mi escritorio. «Si alguien pregunta algo —pensé— diré que estaba estreñido». Nadie me dijo nada, y continué trabajando el resto del día como cualquier otro. Terminé lo que estaba haciendo y fui a mi casa. En todo el camino no podía dejar de pensar en Jorge. Realmente me la había pasado muy bien hablando con él.

El día siguiente no me dieron ganas de ir al baño, pero fui para ver si él seguía ahí. Todavía no estaba seguro de si lo había soñado o no, pero cuando encendí la luz y me di la vuelta.

—¡Esteban! —me dijo— ¿Cómo estás?

No voy a mentir, estaba feliz de verlo. Después de hablar con él la última vez, le había perdido el miedo. Ahora lo había aceptado como una simple realidad: me había hecho amigo del fantasma del baño. El único detalle era que solo podía verlo ahí. Así que tenía que escapar de mis responsabilidades y fingir necesidades fisiológicas para poder hablar con él y despejarme un poco.

Con el tiempo comenzó a platicarme también de su vida. Resulta que entró a trabajar aquí de recién graduado en los setentas, y creció muy rápido en la empresa antes de que su ambición lo terminara matando. Teníamos mucho en común, a pesar de que él murió antes de que yo siquiera hubiera nacido. Pero bueno, en realidad era como si tuviéramos la misma edad, por lo joven que era cuando murió y quedó atrapado aquí.

No tengo idea de qué hubiera hecho yo si me hubiera pasado lo que a él. Cuarenta años encerrado en el baño de mi oficina.

—¿Y no sabes qué tendrías que hacer para poder salir de aquí? —le pregunté una vez.

—Si lo supiera me hubiera ido hace mucho tiempo.

—Claro.

Me quedé pensando un rato.

—¿Hay algo de lo que te arrepientes de tu vida? —dije finalmente.

Jorge cruzó los brazos y se recargó en la pared.

—Tal vez si no me hubiera tomado tan en serio mi trabajo no estaría atorado aquí —me contestó—. Lo peor es que ni siquiera sé por qué lo hacía. Tanto tiempo persiguiendo más dinero y más poder, pero nada de eso me hacía feliz realmente. Renuncié a muchas cosas por estar trabajando, y al final lo único que conseguí fue morir por el estrés y quedar atrapado en el baño de la oficina. Si pudiera volver a empezar lo haría diferente, pero ya es muy tarde para eso.


Pasaron varias semanas y todos los días aprovechaba alguna oportunidad para convivir con Jorge. Total, ¿qué me iban a decir, si yo solo me excusaba para ir al baño? Eventualmente me di cuenta de que él era la única persona que me caía bien en el trabajo. Con él sí sentía que podía hablar abiertamente. Él siempre se emocionaba al verme, y yo llegaba ansioso por platicarle cualquier cosa.

Los pequeños descansos en el baño se convirtieron en la mejor parte de mis días. A veces pasaba ahí unos veinte minutos sin que nadie se diera cuenta. Las veces que sí llegaban a notar algo, contestaba así como “uy sí, problemas estomacales” y después de eso ya no volvían a preguntar. Fue genial. Podía perder una hora completa de trabajo todos los días sin consecuencias.

Un día, le comenté que las cosas se estaban poniendo muy tensas por la entrega de un proyecto. Nos estaban apresurando, pero era físicamente imposible que termináramos a tiempo, y con eso de que Patricia no tenía computadora, todo se había convertido en una serie de discusiones sobre quiénes habían trabajado más y quiénes menos.

—¿Y no vas a regresar? —dijo apuntando hacia la puerta—. No quiero hacerte perder más tiempo del necesario.

—No, todavía no. —Me recargué en el mueble del lavabo—. Para este punto siento que ya ni vale la pena. Es absurdo todo esto ¿sabes? La urgencia falsa. Nos dicen que tenemos que hacer todas estas cosas ya. Pero ¿por qué o para qué? A veces siento que estoy todo estresado por cosas que al final ni importan.

Nos quedamos en silencio unos segundos.

—¿Sabes? —dije—. Antes me la pasaba aquí trabajando todo el tiempo, me sentía superior a todos los que se iban a sus casas a las seis en punto. Y aquí estaba, sin dormir bien y con la mano temblorosa por el café que me tomaba sin haber desayunado. Ponía mi cuerpo en riesgo por algo que ahora parece tan innecesario. Antes sí te hubiera dicho que me iba, que no podía estar perdiendo tiempo aquí platicando con un amigo. Pero ahora, no lo sé. Siento que ya superé eso.

Jorge sonrió cuando dije que era mi amigo.

—¿Te vas a quedar un rato más entonces? —me preguntó.

—Sí, ya nadie va a hacerme sentir culpable por tomarme un descanso.

Se escuchó un eco extraño cuando dije esa última frase, como si la hubiera dicho muy fuerte en un auditorio. La luz comenzó a parpadear y los muebles del baño temblaron un poco.

—¿Qué está pasando? —pregunté al ver que una lágrima cruzaba la cara sonriente de Jorge.

—Se acabó —me dijo.

—¿Qué cosa?

—Esto. Cuarenta años en el baño.

—¿Cómo? ¿Ya te vas?

—Sí. Por fin puedo irme.

—¿Qué pasó?

—Parece que tenía que enseñarte la lección que yo nunca aprendí.

Ambos dimos un paso hacia adelante y nos abrazamos hasta que me quedé abrazándome a mí mismo. Cuando abrí los ojos, estaba solo. Salí del baño. Al abrir la puerta vi a Marcela, que cruzaba el pasillo.

—¿Estás bien? —me preguntó—. ¿Estabas llorando?

—No, nada —contesté, limpiándome la cara con la manga de mi camisa—. Estaba estreñido.

A pesar de que Jorge ya no está ahí. A veces voy al baño cuando me siento abrumado o necesito alejarme de lo que estoy haciendo por un momento. Pienso en él cada vez que pasa algo interesante, y en lo mucho que estaría disfrutando que le contara todo. Tal vez algún día nos volvamos a encontrar, solo que esta vez no será en el baño.


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