Boletos de estacionamiento

Contrarreloj

Después de que se abre la pluma comienza a correr el tiempo: quince minutos para salir antes de tener que pagar por el estacionamiento en este edificio. Por alguna razón en el hospital el estacionamiento es especialmente caro, como si uno no pagara suficiente viniendo a consultar. Honestamente solo por eso evito salir de la casa, uno ya no puede existir en la ciudad sin tener que pagar por todo. Hay que rentar el espacio que uno toma, pagar por el aire que uno respira… Juro que solo por existir se me va todo mi dinero, pero no me queda más que aguantarme, vivir a las carreras para no pasar los tiempos de tolerancia y librarme de pagar por esas cosas.

Mi consulta la había hecho en línea, ni de chiste pasaría más de una hora en ese lugar, pero al final me dijo el doctor que tendría que ir a pasar por unos medicamentos especiales que vende directamente en su consultorio. Fue una terrible noticia, pero era la única opción, entonces fui. Al llegar, la persona de la entrada me recordó que solo tengo permitido estacionarme en los espacios que están marcados como para visita, me dio el boleto marcado con la hora de llegada y se lo agradecí. Arranqué el cronómetro en mi reloj.

Los primeros tres pisos eran de lugares exclusivos para los doctores, cada uno de ellos con un letrero del nombre del consultorio dueño del espacio. Como este era un hecho que ya conocía, avancé rápido para bajar a los niveles de visita sin perder tiempo. Los siguientes cuatro pisos estaban completamente llenos, así que estuve dando vueltas y vueltas hasta por fin encontrar un lugar vacío para visitas en el S8. Bajé caminando por la rampa hasta llegar al elevador. Apreté el botón y esperé a que llegara.

El edificio tiene 315 pisos, entonces el elevador siempre tarda mucho en llegar. Una vez me desesperé y traté de subir por las escaleras, pero no eran el tipo de escaleras lógicas que suben por todos los pisos en un mismo lugar, sino que iban de un piso por uno, y tenía que ponerme a buscar dónde estaba la siguiente sección de escaleras. Fue toda una pesadilla. Lo peor es que había tramos en donde no había escaleras, entonces tenía que agarrar el elevador comoquiera. No volvería a cometer ese error.

Para calmar mi estrés por la tardanza del elevador, me entretuve un poco con los anuncios que pasaban por las pantallas colgadas arriba de los botones. Ya sabes cómo son los anuncios de los doctores en estos lugares: todos tiesos. Primero había uno de una doctora que prometía recuperar el cabello de la alopecia. Mira cómo estaba ese hombre, completamente calvo y triste, pero míralo ahora, después de una transición tosca en el video, el mismo hombre sonriente y con una gran melena. Cuando termina el anuncio comienza uno nuevo. Este es de una doctora enseñando su consultorio con una sonrisa orgullosa pero al mismo tiempo incómoda. En ese anuncio todos parecían intimidados por la cámara, al final aparecía un paciente que parecía ser un paciente real, porque de actor profesional no tenía nada. De seguro le ofrecieron un descuento en la consulta por aparecer en el comercial, pero pasó todo el rato con una de esas sonrisas que dicen “no sé qué se supone que tengo que hacer” como de esas que pones cuando te cantan las mañanitas en tu cumpleaños. Cuando ese terminó, comenzó uno nuevo de un quiropráctico tronando las espaldas de varios pacientes sonriendo y mirando fijamente a la cámara. Finalmente se abrieron las puertas del elevador.

Al entrar oprimí el botón del piso 117. Entre los pisos de estacionamiento y el movimiento general de personas por el hospital, el elevador seguía deteniéndose para dejar entrar o salir a gente. Cada vez que eso pasaba volvía a revisar mi reloj, viendo cómo iban pasando los segundos. Entraron unos hermanos preocupados por los resultados del examen médico de su mamá. Entró una enfermera con una jeringa que parecía metralleta por cómo la traía cargada en la mano. Entró una familia con una niña con el brazo roto, con su hermana pequeña explorando las firmas pintarrajeadas en su yeso. Más tarde entró un doctor… Deberían poner más elevadores aquí, parece que ni se dan cuenta de que uno viene apurado por sus límites absurdos de 15 minutos.

Por fin llegué a mi piso y al salir del elevador había un anuncio que decía que los consultorios 1-25 estaban a la izquierda y del 26-68 estaban a la derecha. El consultorio de mi doctor era el 66. Caminé como si estuviera en el aeropuerto llegando a la sala de abordar de un vuelo que está en última llamada. Si viniera más seguido podría competir en marcha atlética. En estos momentos quisiera que en realidad fuera un atleta de esos. Crucé el pasillo lo más rápido que pude para no perder tiempo, pasando por decenas de consultorios de todo tipo. Cuando por fin llegué al consultorio, al apenas abrir la puerta le dije jadeando a la secretaria que ya llegué, que venía por el medicamento que me recetó el doctor.

—Hola, sí, en un momento sale el doctor. Puedes tomar asiento.— me dijo señalando con la mano uno de los sillones.

Me senté y traté de controlar mi respiración mientras esperaba a que el doctor saliera. En la mesa a lado de mí había unas revistas y folletos con personas sonrientes y títulos como: “10 razones para hacerse un transplante renal”, “Qué hacer cuando tu bebé nace con tres brazos”, y “Cómo prepararse para una amputación”. Revisé mi reloj, me quedaban seis minutos para salir. El doctor todavía no salía así que me puse a hojear algunos de los folletos. Si me hubiera quedado más tiempo igual y me convencían de cambiar mi riñón, pero en eso salió el doctor a saludarme.

—Hola Roberto, ¿cómo has estado?

—Bien, gracias. Mejor desde la consulta del otro día.

—¡Qué bueno! Déjame voy por tu medicina.

El doctor caminó hacia un pasillo donde tiene su bodega. Al parecer tiene un amigo farmacólogo que le hace medicamentos a la medida para sus pacientes, entonces son cosas especializadas que no pueden conseguirse en una farmacia cualquiera. Después de unos momentos salió de nuevo al lobby con un frasco pequeño en la mano.

—Aquí tienes Roberto, especial para ti. —me dijo mientras me daba el frasco.

—Muchas gracias, doctor.

—Recuerda tomártelos con la comida, para que no te caigan pesado.

—Sí, lo tendré en mente.

—Cualquier malestar que sientas, me avisas. Ya sabes, convulsiones, ataques epilépticos… cualquier cosa.

—Gracias, doctor.

Después giró y le pidió a su secretaria que me lo cobrara y se despidió, dejando pasar a su siguiente paciente.

—Serían $3,000. ¿Efectivo o tarjeta?

—Con tarjeta.

La secretaria me cobró y salí con mucha prisa para regresar al carro. Vi mi reloj de nuevo. Me quedan dos minutos. No era completamente apropiado correr en medio de un hospital así que caminé lo más rápido que podía mientras trataba de controlar mi respiración, sonriéndole a las personas con las que me cruzaba en el pasillo. Llegué al elevador y apreté el boton para bajar unas 10 veces seguidas, como si eso fuera a comunicarle al elevador mi prisa y con eso fuera a tener piedad conmigo. No sé si fue real que el elevador notara mi desesperación, pero esta vez no tardó tanto en llegar.

De camino abajo también se subieron varias personas, casi todos iban al estacionamiento, entonces no hubo tantas paradas. Por fin llegué al S8. Todo el respeto que me tengo se desvaneció y esta vez sí corrí a toda velocidad hacia mi carro. Le quité el seguro desde lejos para no tardarme en abrir la puerta. Choqué con ella como con la pared de la pista de hielo cuando no sabes frenar en patines. Abrí la puerta, aventé mi frasco de medicamento al asiento de copiloto y encendí el carro lo más rápido que pude para avanzar a la caseta de salida.

El estacionamiento se convirtió en mi pista de carreras, o al menos eso hubiera pasado si no me hubieran tocado tres carros saliendo de su lugar que se atravesaban en mi camino. La caseta de salida estaba en el S1, así que tenía que subir siete pisos. No sabía si iba a alcanzar de tiempo. Volví a revisar mi reloj. Ya solo me quedaba como un minuto y medio antes de que tuviera que pagar como si hubiera estado aquí una hora completa. Una ridiculez. No importa si me tardo 15 minutos con un segundo o 59 minutos con 59 segundos, hay que pagar la hora completa.

Por fin me acerqué a la salida, pero hay fila para pagar. El chico de la caseta parecía estar tomándose su tiempo con cada persona. Volví a revisar mi reloj, golpeteando el volante con mis pulgares. Cuando el carro de enfrente empezó a pagar a mi solo me quedaban 10 segundos.

Para este punto solo había dos opciones: o el chico de la caseta se apiadaba de mi y me dejaba salir sin pagar, o era más estricto y me cobraba por la hora completa. La pluma se abrió y el carro de enfrente salió del edificio. Avancé a la caseta y rápido le di mi boleto al encargado, que se detuvo a verlo un momento antes de meterlo en la máquina que le dice cuánto cobrar. Para este punto yo ya estaba sudando en una mezcla de los nervios y de haber estado corriendo hace unos momentos. Toda la esperanza que me quedaba murió cuando vi que el chico giraba una pantalla hacia mi.

—Seleccione la opción que quiera. —me dice con una sonrisa.

La pantalla tiene cuatro botones: “50%”, “60%”, “75%” y “No dejaré propina porque soy un monstruo que merece podrirse en el infierno”. Seleccioné la opción de 50%.

—Gracias.— dijo el chico con una sonrisa falsa y una mirada juzgona.

Después el chico oprimió un botón y saqué mi cartera esperando el golpe del precio final de los servicios.

—Serían $500,000 por la hora de estacionamiento, $300,000 por el aire que respiró, y con el 50% de propina haría un total de $1,200,000. ¿Efectivo o tarjeta?

—Tarjeta.

Por eso ya no salgo de mi casa.


Fantasma del baño

Un descanso

Aunque queramos negarlo, somos animales. Sangramos, sudamos, y también cagamos. A veces…

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